Cómo ver sin ser visto

El siglo XX abre una posibilidad de los modos de ver: la cámara proyecta imagen-movimiento y el dispositivo aumenta, modifica y distorsiona la realidad.
Rodrigo Olvera
27 Oct 2017
28 Ene 2018

No es azar que el ser humano haya depositado demasiadas expectativas en el ojo. La historia de la modernidad está fraguada a partir de la necesidad de extender la capacidad de ver. Esto no sólo implicó una mera idea de prótesis, sino que —desde la experimentación hasta la idea de metáfora, como estructura filosófica para orientar la forma de comprender y pensar el mundo— la epistemología moderna estuvo determinada por la idea de la visión. Así, el ser humano generó una relación especial con su técnica de la visualidad y con sus dispositivos; logró mirar aquello que estaba oculto; y, a su vez, construyó un artefacto que le permitió mirarse a través de su propia imagen.

El siglo XX abre una posibilidad de los modos de ver: la cámara proyecta imagen-movimiento y el dispositivo aumenta, modifica y distorsiona la realidad. Pero en la actualidad se hacen presentes los ojos-cámara de bolsillo, ya no es suficiente sólo contemplar imágenes y producirlas, sino que es necesario tener la ilusión de control, de mirarlo todo. La mirada se ha vuelto pornográfica, como advirtió Baudrillard, nos sentimos más seguros si escondemos el rostro. Mirar al otro significa estar oculto. Ya no es un cara a cara, en su lugar encontramos un ojo-cámara que nos acompaña en todo momento y con el que viajamos en un trayecto virtual que nos hace sentir más seguros, porque la realidad está caduca.

Bajo esta atmósfera, en Cómo ver sin ser visto, Rodrigo Olvera expone una propuesta lúdico-crítica con la cual interrumpe. Por un lado, el artista hace uso de la exageración al mostrar un artilugio de cartón en forma de una cámara; con este motivo caricaturesco hace visible el ojo que nos filma, que nos penetra desde su inconsciente maquínico y, de alguna manera, muestra la presencia del artefacto. Por otro lado, interviene las calles y agrega aparatos caseros de vigilancia con los que propone un juego de repetición: insertarlos del mismo modo que las cámaras de vigilancia, así el artista sugiere un movimiento de distanciamiento, en el cual las cámaras rústicas se muestran como un recordatorio de que las ciudades contemporáneas están desbordas de cámaras de vigilancia.

En ese sentido, el trabajo de Rodrigo es sugerente, ya que funciona como gestos lumínicos que alumbran un camino de obscuridad, permitiendo que nuestros ojos empiecen a ver aquello que ya casi está por borrarse.

Texto: Liliana Quintero Álvarez Icaza
 
 
Curador: Guillermo Santamarina

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