Una heterogénea multitud de seres y objetos se despliega por el blanco espacio. No constituyen —estrictamente— un conjunto, ni una coherente explicación de nada, apenas es, si acaso, un balbuceo que nos dice vacilante, tartamudo: el tiempo está q-u-e-b-r-a-d-o… o el t-i-e-m-p-o es una locomotora que nos arrollará.
En esta apaisada imagen —una épica satirizada— se nos ofrecen diferentes formas de considerar el tiempo, la antropocéntrica que nos concierne por especie, y también un intento por percibirlo desde otras miradas, desde los otros seres y objetos que no somos.
Los griegos, por comenzar con el más hegemónico ejemplo, entendían al tiempo como cantidad y cualidad. Chronos es el tiempo medible, que pasa y que se va consumiendo y a nosotrxs en él. Kairos, abre otra posibilidad, la del tiempo adecuado, y a la vez un lapso indeterminado en el que acontece un suceso trascendente. La religión católica, se apropió este concepto para hablar del “kairós de Dios”, un tiempo que no puede ser medido porque “(…) un día para el Señor es como mil años, y mil años como un día”.
Las culturas “clásicas” occidentales legaron la noción lineal del tiempo, que aún hoy en día dirige nuestros calendarios, nuestros humores, nuestra productividad y nuestro escaso ocio. La hegemonía de esta visión del tiempo suplantó a muchas otras concepciones, entre ellas la del tiempo cíclico que muchas culturas gozaron.
El tiempo circular poco a poco se fue deshilando,
transformándose en un tiempo lineal que nos hace
perdernos y nos impide volver a reencontrar el
punto inicial. Esto comenzó cuando los invasores
transgredieron el mundo mesoamericano; llegaron del
mundo occidental, donde se creía y se cree más
importante avanzar en línea recta hacia la “civilización”
en lugar de recordar, cada cierto tiempo, el origen de todo.
Margarita Cossich
Los tiempos críticos que vivimos encuentran un fecundo anagrama: tiempos cítricos. En vez de antropocentrismo, geocentrismo, o cosmocentrismo. Tanto vale un limón, o la existencia de una melipona, o lxs niñxs autistas. Tanto vale lo que está en el centro como en el margen de la fiesta (toda imagen contiene siempre una no-imagen que es mayor que ella). Tanto vale lo que la imagen presenta como todo lo que queda fuera del marco y no se llega a ver.
Decía más arriba que no somos los otros seres, pero en verdad me arrepiento. Quisiera decir mejor: esos seres-otros con los que coexistimos y con quienes somos, dinámicamente en relación. Entonces, los cuerpos no somos ya ideas estables e inmóviles, tampoco una red de relaciones en un punto muerto.
Damos, caballeras, esto que se deja mirar no es arte, no es publicidad: es una forma de recordarnos la impermanencia. Una lluvia que está cayendo sobre tus pestañas, el dióxido que tu respirar entrega al ambiente, una botella de plástico muerta en un mar muerto. Esta imagen, desmembrada, te devuelve tu forma de vasija.
El dominante espacio en blanco de la composición (desequilibrada, anti-armónica) alude, por supuesto, a la normalizada convención para exhibir arte y dotar a los objetos de un contexto “neutro”, aislándolos del mundo, y al mismo tiempo la repudia y la revierte. Ese espacio es un tiempo vacío, la potencia palpitante: seres y vidas en constante relación, en devenires procesuales, formas de ser y estar.
Mauricio Marcin Álvarez
Curaduría: Mauricio Marcin Álvarez